jueves, 15 de septiembre de 2011

ORIGENES HISTÓRICOS DE LA AGROECOLOGÍA


LECTURA Nº 1-3 DEL MODULO DE TRABAJO
PERSONAL: PROGRAMA INTERUNIVERSITARIO
OFICIAL DE POSGRADO:
“AGROECOLOGÍA: UN ENFOQUE SUSTENTABLE
DE LA AGRICULTURA ECOLÓGICA
ORÍGENES HISTÓRICOS DE LA AGROECOLOGÍA
Por Manuel González de Molina
LOS ORÍGENES DE LA AGROECOLOGÍA.

La Agroecología surgió a finales de los años setenta como respuesta a las primeras manifestaciones de la crisis ecológica en el campo. No obstante, si hemos de ser rigurosos, hemos de hablar con propiedad de “redescubrimiento” de la Agroecología o de formulación letrada (con el lenguaje científico convencional) de muchos de los conocimientos que atesoraban las culturas campesinas, de transmisión y conservación oral, sobre las interacciones que se producían en la práctica agrícola. De hecho, la historia de la Agronomía está salpicada, de manera más intensa en los últimos años, de “descubrimientos” de saberes y técnicas que habían sido ensayadas y practicadas con éxito por muchas culturas tradicionales. Pero el carácter positivista, parcelario y excluyente del conocimiento científico moderno marginó las formas en que tales experiencias se habían formulado y codificado para su conservación. Por tanto, el conocimiento de que en el pasado de la humanidad, e incluso en las culturas marginadas por la civilización industrial, podían encontrarse muchas experiencias útiles para hacer frente a los retos del presente, constituyó una de las bases profundas de la emergencia, dentro de las ciencia establecida, de un enfoque más integral de los procesos agrarios que llamamos Agroecología.

El término en sí nació en los años setenta para analizar fenómenos como la relación entre las malezas y las plagas con las plantas cultivadas y, poco a poco, se ha ido ampliando para aludir a una concepción de la actividad agraria más imbricada en el medio ambiente, más equilibrada socialmente, más preocupada en definitiva por la perdurabilidad o sostenibilidad a largo plazo. Constituye más un enfoque que afecta y agrupa a varios campos de conocimiento que una disciplina específica. Reflexiones teóricas y avances científicos desde disciplinas diferentes han contribuido a conformar el actual corpus teórico y metodológico de la Agroecología. Aunque ya Klages desde la Agronomía planteó en 1928 la necesidad de tomar en cuenta los factores físicos y agronómicos que influían en la adaptación de determinadas especies de cultivos (Hecht, 1991), hasta los años setenta no se planteó una relación estrecha entre Agronomía y Ecología de cultivos (Dalton, 1975; Netting, 1974; Van Dyne, 1969; Speeding, 1975; Cox y Atkins, 1979; Richards, 1985; Vandermeer, 1981; Edens y Koening, 1981; Altieri y Letourneau, 1982; Gliessmann et al., 1981; Conway, 1985; Hart,1979; Lowrence et al., 1984; Bayliss-Smith, 1982). Aunque esta tradición tiene más tiempo, bien es verdad que centrada en relaciones muy concretas entre uno o varios factores de carácter climático, edáfico, fitotécnico o entomológico, la verdad es que hasta comienzos de la década de los ochenta no comenzó a introducir en el análisis los aspectos sociales como variables explicativas muy relevantes, especialmente cuando se trataba de analizar y diseñar programas de desarrollo rural (Buttel, 1980; Altieri y Anderson, 1986; Richards, 1986; Kurin, 1983; Barlett, 1984; Hecht, 1985; Blaikie, 1984).
Paralelamente, los movimientos ambientalistas influyeron en la Agroecología dotándola de una perspectiva crítica hacia la racionalidad científico-técnica y más concretamente hacia la agronomía convencional. El desarrollo del pensamiento ecologista y la nueva ética ambiental que surgió en su seno proporcionaron los fundamentos éticos y filosóficos a la Agroecología, que surgió desde el principio con una vocación transformadora muy evidente, como una herramienta para analizar y organizar un futuro agrícola más sustentable. Esta dimensión fuertemente aplicada de la Agroecología, pese a su origen puramente científico, ha tenido su materialización en los dos significados posibles del término, a los que nos referiremos dentro de un momento. Así surgieron llamadas de atención sobre los efectos secundarios de los insecticidas sobre el medio ambiente (Carson, 1964) o sobre el carácter ineficiente desde el punto de vista energético de la agricultura más industrializada (Pimentel y Pimentel, 1979); o sobre los efectos no deseados de este modelo de agricultura para los países subdesarrollados (Crouch y De Janvry, 1980; Grahan, 1984; Dewey, 1981), poniendo de manifiesto los impactos negativos de los proyectos de desarrollo y transferencia de tecnologías, propias de las zonas templadas, sobre los ecosistemas de los países pobres.

Pero la influencia decisiva para la conformación de los supuestos teóricos y metodológicos de la Agroecología ha venido de manos de la Ecología como ciencia, prestándole su utillaje conceptual y teórico. En efecto, los conceptos y las relaciones entre ellos provienen de la Ecología, pero los estudios realizados sobre el impacto en los ecosistemas tropicales de los monocultivos comerciales (Janzen, 1973; Uhl, 1983; Uhl y Jordan, 1984, Hecht, 1985) y sobre la dinámica ecológica de los sistemas agrícolas tradicionales (Gliessmann, 1982a y 1982b; Altieri y Farrel, 1984; Anderson et al., 1985; Marten, 1986; Richards, 1985 y 1986) han constituido un magnífico banco de pruebas donde comprobar la utilidad de los conceptos ecológicos aplicados al análisis del funcionamiento de los sistemas agrarios. En este sentido, la mayoría de los estudios se han centrado en los ciclos de nutrientes, en las interacciones de las plagas con las plantas y en la propia sucesión ecológica.

De gran importancia han sido también las investigaciones en el terreno de la Geografía y de la Antropología dedicadas a explicar la lógica particular, la racionalidad ecológica de los sistemas agrarios en las culturas tradicionales. Desde que Audrey Richards (1939) realizara su famoso estudio sobre la roza, tumba y quema en Africa, muchos han sido los trabajos que, especialmente en los últimos tiempos, han rehabilitado para la ciencia el conocimiento tradicional y muchas de las técnicas utilizadas por dichas culturas. En ellas se ha podido analizar mejor que en otros campos las interacciones entre sociedad y naturaleza, cuestión esta que a la larga ha dado lugar a una especie de ecología humana aplicada al funcionamiento de los sistemas agrarios que ha entrado a formar parte de la Agroecología.

Finalmente, la génesis del pensamiento agroecológico ha tenido bastante que ver con los estudios dedicados al desarrollo rural. El análisis de los efectos, muchas veces negativos, de la creciente integración de las comunidades locales en las economías nacionales e internacionales, han servido para evaluar sus impactos sociales y ambientales de manera integrada, punto de vista este fundamental para la Agroecología. Al mismo tiempo, aspectos de la investigación sobre el desarrollo como las tecnologías adecuadas, el cambio de cultivos en la distribución de la tierra, etc... e incluso la propia crítica formulada al crecimiento económico como forma de desarrollo han sido de especial importancia a la hora de reivindicar el carácter sostenible del desarrollo rural, no sólo desde el punto de vista ambiental, sino también y de manera indisoluble desde el punto de vista social y económico. La crítica efectuada a los métodos de difusión tecnológica y extensionismo agrario que acompañaron a la “revolución verde” han permitido esclarecer muchos de los defectos del pensamiento económico y agrario convencionales desde perspectivas ecológicas, tecnológicas y sociales al mismo tiempo. Este tipo de enfoque totalizador ha mostrado el camino –según veremos en el capítulo V— en cuanto a la clase de estudios que se suele abordar desde la Agroecología (Scott, 1978 y 1986; Rhoades y Booth, 1982; Chambers, 1983; Gow y Van Sant, 1983; Midgley, 1986). Una conclusión ha quedado clara de todos estos trabajos: los campesinos (o agricultores en su caso) tienen que ser el principio y el fin de toda labor extensionista y los técnicos no deben ser más que meros dinamizadores de un proceso de desarrollo que debe surgir desde dentro de las propias comunidades rurales. Este cambio radical de enfoque ha permitido reconocer los amplios y diversos conocimientos que sobre botánica, entomología, suelos, etc. tenían y tienen los campesinos y su utilidad para el diseño de planes de desarrollo rural sostenible.

Tales conocimientos, que comprenden aspectos lingüísticos, botánicos, zoológicos, artesanales y agrícolas, fueron producto de la interacción de los agricultores tradicionales y el medio ambiente y trasmitidos por medios orales de una generación a la siguiente. Estos conocimientos resultan de gran interés: el conocimiento sobre el medio físico, las taxonomías biológicas, el conocimiento acumulado en la implementación de prácticas agrícolas y su carácter experimental. Algunas culturas desarrollaron sistemas de clasificación de suelos en función de su origen, color, textura, olor, consistencia y contenido orgánico, por su potencial agrícola y el tipo de cultivo que resultaba más adecuado. Ejemplos muy interesantes se puede encontrar entre los aztecas (Willians, 1980), en las culturas andinas del Perú (McCamant, 1986) y otros lugares de Latinoamérica (Chambers, 1983). Algo parecido ocurre con las taxonomías campesinas de animales y plantas que no tienen nada que envidiar a las científicas. Se sabe que los Mayas de Tzeltal y de Yucatán y los Purépechas podían conocer más de 1200, 900 y 500 especies de plantas respectivamente (Toledo, 1985); o los agricultores de Hanunoo en Filipinas que distinguían más de 1600 (Conklin, 1979). Estos sistemas de clasificación, de una gran complejidad, explican que el nivel de diversidad biológica en forma de policultivos y sistemas agroforestales de muchas comunidades campesinas no fuera resultado de la casualidad sino de un conocimiento muy aproximado del funcionamiento de los sistemas agrarios. La diversidad genética de tales sistemas les hacía menos vulnerables a las enfermedades específicas de tipos concretos de cultivos y provocaba usos múltiples de las plantas en el terreno de la medicina, los pesticidas naturales o la alimentación, mejorando las seguridad de las cosechas. Todos estos trabajos de investigación han conseguido acabar, al menos en el terreno científico, con la idea preconcebida de que las prácticas y conocimientos campesinos eran primitivas e ineficientes. Han demostrado que muchos de estos conocimientos, prácticas y técnicas eran tan sofisticadas y adaptadas al medio que han tenido que ser adoptadas por la agronomía convencional.

En definitiva, la Agroecología surgió de la positiva interacción entre las disciplinas citadas y las propias comunidades rurales, principalmente de Latinoamérica. Es por ello, quizá, por lo este enfoque llegara más tarde a Europa. La experiencia y el número de trabajos de campo en comunidades campesinas era menor, en unos centros de investigación más volcados sobre los grandes contrastes que aún ofrecía y ofrece la Europa actual, o más preocupados por el reto que significaba la Política Agraria Común. No debe extrañar tampoco que la Agroecología penetrara en Europa por aquellas zonas semiperiféricas donde aún existían vestigios del conocimiento tradicional o donde la “modernización” agraria había sido más reciente. Una de las primeras zonas fue Andalucía. Contaba a finales de los años ochenta con una realidad en la que se conjugaban situaciones propias de una modernización agraria reciente y territorialmente incompleta, e incluso aún en curso, con los problemas característicos de las sociedades postindustriales. Esa coincidencia favoreció la emergencia de los primeros estudios agroecológicos entorno a las universidades de Córdoba y Granada, y más concretamente en torno al ISEC. Ya hemos explicado en la introducción el recorrido intelectual y práctico del Instituto. No obstante, nos gustaría señalar aquí algunas notas del contexto que explican dicha emergencia.

Andalucía vivía por entonces la etapa final de un movimiento campesino, protagonizado por campesinos sin tierra, de inusitada potencia y capacidad de lucha. Era el resultado del descontento que la mecanización casi completa de las faenas estaba provocando entre unos trabajadores del campo que, al coincidir con una fuerte crisis industrial, no tenían apenas oportunidades de empleo alternativo. En su afán por buscar nuevas alternativas que superaran las tradicionales reivindicaciones de la tierra, insuficientes para afrontar el reto de una agricultura industrializada y fuertemente mercantilizada, la parte más radical de dicho movimiento (el Sindicato de Obreros del Campo) se acercó a los postulados del movimiento ecologista y, más en concreto, a los planteamientos de la agricultura ecológica. El ISEC, que estuvo implicado en la búsqueda de soluciones técnicas para el movimiento, se orientó hacia la búsqueda de teorías, métodos y técnicas que dieran solución a tales demandas. Los estudios agroecológicos surgieron, pues, en España con un marcado carácter alternativo y emancipatorio. Por otro lado, el contexto intelectual en que se habían movido sus componentes era bastante favorable a un enfoque pro-campesino como la Agroecología; no en vano el campo de estudio preferente tanto en el campo puramente agronómico como histórico y sociológico había sido el de los “estudios campesinos”. La caracterización agroecológica del campesinado venía a cubrir un importante hueco que esta tradición, que salvo en el caso de Eric Wolf, Ángel Palerm y otros pocos autores, nunca se había preocupado por llenar. El surgimiento de la Agroecología en España fue, pues, el producto de la confluencia del ascenso del movimiento ecologista, del empuje que aún tenía el movimiento campesino y del desarrollo de la corriente de los estudios campesinos.

DEFINICIÓN Y OBJETO DE ESTUDIO DE 

Frente al discurso científico convencional aplicado a la agricultura, que ha propiciado el aislamiento de la explotación agraria de los demás factores circundantes, la Agroecología reivindica la necesaria unidad entre las distintas ciencias naturales entre sí y con las ciencias sociales para comprender las interacciones existentes entre procesos agronómicos, económicos y sociales; reivindica, en fin, la vinculación esencial que existe entre el suelo, la planta, el animal y el ser humano. En este sentido, la Agroecología podría definirse como aquel enfoque teórico y metodológico que, utilizando varias disciplinas científicas, pretende estudiar la actividad agraria desde una perspectiva ecológica (Altieri, 1987). Su vocación es el análisis de todo tipo de procesos agrarios en su sentido amplio, donde los ciclos minerales, las transformaciones de la energía, los procesos biológicos y las relaciones socioeconómicas son investigados y analizados como un todo (Altieri, 1993).

La Agroecología puede entenderse de manera amplia o restringida, según la amplitud que se le otorgue a sus fundamentos teóricos. Podría considerarse como una técnica o como un instrumento metodológico para mejor comprender el funcionamiento y la dinámica de los sistemas agrarios y resolver la gran cantidad de problemas técnico-agronómicos que las ciencias agrarias convencionales no han logrado solventar. Esta dimensión restringida está consiguiendo bastante predicamento en el mundo de la investigación y la docencia como un saber esencialmente académico, desligado de compromisos socioambientales. En esta manera de entender la Agroecología, las variables sociales lo son en la medida en que pueden perturbar el funcionamiento de los sistemas agrarios; se asume su importancia pero no se entra en la búsqueda de soluciones globales que excedan el ámbito de la finca o de la técnica concreta que se pone a punto. En realidad esta Agroecología débil no se diferencia en mucho de la agronomía convencional y no supone una ruptura más que parcial de las visiones tradicionales.

En un sentido amplio, la Agroecología tiene una dimensión integral en la que las variables sociales ocupan un papel muy relevante dado que, como veremos más adelante, las relaciones establecidas entre lo seres humanos y las instituciones que las regulan constituyen la pieza clave de los sistemas agrarios, que dependen del hombre para su mantenimiento; son ecosistemas fuertemente antropizados. Ello tiene implicaciones imponentes: el lugar destacado que el análisis de los agroecosistemas otorga a las variables sociales acaba por implicar al investigador en la realidad que estudia. Ello desemboca normalmente en un fuerte compromiso ético con la solución de los problemas ambientales pero también de los sociales como forma perdurable de solventarlos. Ni que decir tiene que ese compromiso social de los agroecólogos es con quienes sufren más directamente los costes sociales y ambientales del modelo de agricultura capital-intensiva que predomina en el mundo. No es de extrañar, pues, que la Agroecología haya surgido precisamente entre los investigadores y docentes más comprometidos con el desarrollo de los países pobres ni que los que adoptan este enfoque multidisciplinar acaben adquiriendo también el compromiso con ellos, especialmente con los campesinos.

La Agroecología establece como espacio de observación aquel trozo de naturaleza que puede ser reducido a una última unidad con arquitectura, composición y funcionamiento propios y que posee un límite teóricamente reconocible, desde una perspectiva agronómica, para su adecuada apropiación por parte de los seres humanos. La Agroecología se sirve, pues, del concepto de Agroecosistema como unidad de análisis.

Con él se quiere aludir a la específica articulación que en cada uno de ellos presentan los seres humanos con los recursos naturales: agua, suelo, energía solar, especies vegetales y el resto de las especies animales. Dicha articulación se explicita en una estructura interna de autorregulación continua, en otras palabras, de automantenimiento, autorregulación o autorrenovación. Desde esta perspectiva, la estructura interna de los agroecosistemas resulta ser una construcción social, producto de la coevolución de los seres humanos con la naturaleza (Redclift y Woodgate, 1998). Efectivamente, como señala Victor Toledo (1985), todo ecosistema es un conjunto en el que los organismos, los flujos energéticos, los flujos biogeoquímicos se hallan en equilibrio inestable, es decir, son entidades capaces de automantenerse, autorregularse y autorrepararse independientemente de los hombres y de las sociedades y bajo principios naturales. Pero los seres humanos, al artificializar dichos ecosistemas para obtener alimentos, respetan o no los mecanismos por los que la Naturaleza se renueva continuamente. Ello depende de la orientación concreta que los seres humanos impriman a los flujos de energía y materiales que caracterizan cada agroecosistema.

Las bases epistemológicas de la Agroecología se configuran precisamente a partir de esta afirmación. Las sociedades humanas producen y reproducen sus condiciones de existencia a partir de su relación con la naturaleza. Como mantiene Victor Toledo (1994), esta relación podría descomponerse en el conjunto de acciones a través de las cuales lo seres humanos se apropian, producen, circulan, transforman, consumen y excretan materiales y/o energía provenientes del mundo natural (Wolf, 1982; Sevilla Guzmán y González de Molina, 1990). Esa intervención en el mundo natural se hace posible mediante la apropiación de los ecosistemas, concepto que alude a las unidades básicas en que consideramos organizada la naturaleza. Normalmente la intervención, o si se prefiere el proceso metabólico, pretende canalizar recursos materiales y energéticos desde el ecosistema a la sociedad (Moran, 1990). No obstante podríamos distinguir dos formas principales de intervención humana en los ecosistemas desde un punto de vista agrario. La primera se refiere a la forma de intervención típica de las sociedades de cazadores recolectores (o las actividades de caza, pesca, extracción de productos forestales y ciertos tipos de pastoreo), donde los recursos naturales son obtenidos y transformados sin provocar cambios sustanciales en la estructura, dinámica y arquitectura de los ecosistemas naturales (Guha y Gadgil, 1993).

La segunda forma de intervención, la más frecuente desde luego, se refiere a cuando los ecosistemas naturales son parcial o totalmente reemplazados por conjuntos de especies animales o vegetales en proceso de domesticación. La agricultura, la ganadería, la selvicultura, etc. serían los ejemplos más claros de esta segunda forma de intervención.

Pero quizá lo más importante sea la diferencia existente entre ambas formas de intervención según plantea Victor Toledo (1993): los ecosistema naturales tienen capacidad de automantenimiento, autorreparación y autorreproducción; en tanto los sistemas manipulados por los seres humanos son inestables, requieren de energía y también materiales del exterior para su mantenimiento y reproducción. Pues bien, a estos ambientes transformados o ecosistemas artificiales llamamos Agroecosistemas.

Richard Norgaard (1987 y 1995) ha sistematizado las demás bases epistemológicas de la Agroecología, poniendo énfasis en que el potencial agrario de los ecosistemas ha sido captado por los agricultores tradicionales a través de un proceso de ensayo, error, selección y aprendizaje cultural que ha durado siglos. A partir de la crítica de la agronomía y de las demás ciencias agrarias convencionales, la Agroecología reivindica que el conocimiento más ajustado del potencial de los agroecosistemas se puede conseguir mediante el estudio de cómo la agricultura tradicional ha manipulado los ecosistemas agrarios. Ello significa el reconocimiento de que, en contraste con los modernos sistemas de producción agrícola, las culturas campesinas desarrollaron a lo largo de la historia sistemas ecológicamente más correctos de apropiación de los recursos naturales. En este sentido, el conocimiento formal, social y biológico obtenido de los sistemas agrarios tradicionales y el conocimiento y algunos de los inputs desarrollados por las ciencias agrarias convencionales, junto con la experiencia acumulada por las tecnologías e instituciones agrarias occidentales pueden combinarse para mejorar tanto los agroecosistemas tradicionales como los modernos y hacerlo ecológicamente sostenibles (Gliessmann,1990b).



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