LECTURA Nº 1-3 DEL MODULO DE TRABAJO
PERSONAL: PROGRAMA
INTERUNIVERSITARIO
OFICIAL DE POSGRADO:
“AGROECOLOGÍA: UN ENFOQUE SUSTENTABLE
DE LA AGRICULTURA ECOLÓGICA”
ORÍGENES
HISTÓRICOS DE LA AGROECOLOGÍA
Por
Manuel González de Molina
LOS
ORÍGENES DE LA
AGROECOLOGÍA.
La Agroecología surgió a
finales de los años setenta como respuesta a las primeras manifestaciones de la
crisis ecológica en el campo. No obstante, si hemos de ser rigurosos, hemos de
hablar con propiedad de “redescubrimiento” de la Agroecología o de
formulación letrada (con el lenguaje científico convencional) de muchos de los
conocimientos que atesoraban las culturas campesinas, de transmisión y
conservación oral, sobre las interacciones que se producían en la práctica
agrícola. De hecho, la historia de la Agronomía está salpicada, de manera más intensa
en los últimos años, de “descubrimientos” de saberes y técnicas que habían sido
ensayadas y practicadas con éxito por muchas culturas tradicionales. Pero el
carácter positivista, parcelario y excluyente del conocimiento científico
moderno marginó las formas en que tales experiencias se habían formulado y
codificado para su conservación. Por tanto, el conocimiento de que en el pasado
de la humanidad, e incluso en las culturas marginadas por la civilización
industrial, podían encontrarse muchas experiencias útiles para hacer frente a
los retos del presente, constituyó una de las bases profundas de la emergencia,
dentro de las ciencia establecida, de un enfoque más integral de los procesos
agrarios que llamamos Agroecología.
El
término en sí nació en los años setenta para analizar fenómenos como la
relación entre las malezas y las plagas con las plantas cultivadas y, poco a
poco, se ha ido ampliando para aludir a una concepción de la actividad agraria
más imbricada en el medio ambiente, más equilibrada socialmente, más preocupada
en definitiva por la perdurabilidad o sostenibilidad a largo plazo. Constituye
más un enfoque que afecta y agrupa a varios campos de conocimiento que una
disciplina específica. Reflexiones teóricas y avances científicos desde
disciplinas diferentes han contribuido a conformar el actual corpus teórico y metodológico
de la
Agroecología. Aunque ya Klages desde la Agronomía planteó en
1928 la necesidad de tomar en cuenta los factores físicos y agronómicos que
influían en la adaptación de determinadas especies de cultivos (Hecht, 1991),
hasta los años setenta no se planteó una relación estrecha entre Agronomía y
Ecología de cultivos (Dalton, 1975; Netting, 1974; Van Dyne, 1969; Speeding,
1975; Cox y Atkins, 1979; Richards, 1985; Vandermeer, 1981; Edens y Koening,
1981; Altieri y Letourneau, 1982; Gliessmann et al., 1981; Conway, 1985;
Hart,1979; Lowrence et al., 1984; Bayliss-Smith, 1982). Aunque esta
tradición tiene más tiempo, bien es verdad que centrada en relaciones muy
concretas entre uno o varios factores de carácter climático, edáfico,
fitotécnico o entomológico, la verdad es que hasta comienzos de la década de
los ochenta no comenzó a introducir en el análisis los aspectos sociales como
variables explicativas muy relevantes, especialmente cuando se trataba de
analizar y diseñar programas de desarrollo rural (Buttel, 1980; Altieri y
Anderson, 1986; Richards, 1986; Kurin, 1983; Barlett, 1984; Hecht, 1985;
Blaikie, 1984).
Paralelamente,
los movimientos ambientalistas influyeron en la Agroecología
dotándola de una perspectiva crítica hacia la racionalidad científico-técnica y
más concretamente hacia la agronomía convencional. El desarrollo del
pensamiento ecologista y la nueva ética ambiental que surgió en su seno
proporcionaron los fundamentos éticos y filosóficos a la Agroecología, que
surgió desde el principio con una vocación transformadora muy evidente, como
una herramienta para analizar y organizar un futuro agrícola más sustentable.
Esta dimensión fuertemente aplicada de la Agroecología, pese a
su origen puramente científico, ha tenido su materialización en los dos
significados posibles del término, a los que nos referiremos dentro de un
momento. Así surgieron llamadas de atención sobre los efectos secundarios de
los insecticidas sobre el medio ambiente (Carson, 1964) o sobre el carácter
ineficiente desde el punto de vista energético de la agricultura más
industrializada (Pimentel y Pimentel, 1979); o sobre los efectos no deseados de
este modelo de agricultura para los países subdesarrollados (Crouch y De
Janvry, 1980; Grahan, 1984; Dewey, 1981), poniendo de manifiesto los impactos
negativos de los proyectos de desarrollo y transferencia de tecnologías,
propias de las zonas templadas, sobre los ecosistemas de los países pobres.
Pero
la influencia decisiva para la conformación de los supuestos teóricos y metodológicos
de la Agroecología
ha venido de manos de la
Ecología como ciencia, prestándole su utillaje conceptual y
teórico. En efecto, los conceptos y las relaciones entre ellos provienen de la Ecología, pero los
estudios realizados sobre el impacto en los ecosistemas tropicales de los
monocultivos comerciales (Janzen, 1973; Uhl, 1983; Uhl y Jordan, 1984, Hecht,
1985) y sobre la dinámica ecológica de los sistemas agrícolas tradicionales
(Gliessmann, 1982a y 1982b; Altieri y Farrel, 1984; Anderson et al., 1985;
Marten, 1986; Richards, 1985 y 1986) han constituido un magnífico banco de
pruebas donde comprobar la utilidad de los conceptos ecológicos aplicados al
análisis del funcionamiento de los sistemas agrarios. En este sentido, la
mayoría de los estudios se han centrado en los ciclos de nutrientes, en las
interacciones de las plagas con las plantas y en la propia sucesión ecológica.
De
gran importancia han sido también las investigaciones en el terreno de la Geografía y de la Antropología
dedicadas a explicar la lógica particular, la racionalidad ecológica de los
sistemas agrarios en las culturas tradicionales. Desde que Audrey Richards
(1939) realizara su famoso estudio sobre la roza, tumba y quema en Africa,
muchos han sido los trabajos que, especialmente en los últimos tiempos, han
rehabilitado para la ciencia el conocimiento tradicional y muchas de las
técnicas utilizadas por dichas culturas. En ellas se ha podido analizar mejor
que en otros campos las interacciones entre sociedad y naturaleza, cuestión esta
que a la larga ha dado lugar a una especie de ecología humana aplicada al
funcionamiento de los sistemas agrarios que ha entrado a formar parte de la Agroecología.
Finalmente,
la génesis del pensamiento agroecológico ha tenido bastante que ver con los
estudios dedicados al desarrollo rural. El análisis de los efectos, muchas
veces negativos, de la creciente integración de las comunidades locales en las
economías nacionales e internacionales, han servido para evaluar sus impactos
sociales y ambientales de manera integrada, punto de vista este fundamental
para la Agroecología.
Al mismo tiempo, aspectos de la investigación sobre el
desarrollo como las tecnologías adecuadas, el cambio de cultivos en la
distribución de la tierra, etc... e incluso la propia crítica formulada al
crecimiento económico como forma de desarrollo han sido de especial importancia
a la hora de reivindicar el carácter sostenible del desarrollo rural, no sólo
desde el punto de vista ambiental, sino también y de manera indisoluble desde
el punto de vista social y económico. La crítica efectuada a los métodos de
difusión tecnológica y extensionismo agrario que acompañaron a la “revolución
verde” han permitido esclarecer muchos de los defectos del pensamiento
económico y agrario convencionales desde perspectivas ecológicas, tecnológicas
y sociales al mismo tiempo. Este tipo de enfoque totalizador ha mostrado el
camino –según veremos en el capítulo V— en cuanto a la clase de estudios que se
suele abordar desde la
Agroecología (Scott, 1978 y 1986; Rhoades y Booth, 1982;
Chambers, 1983; Gow y Van Sant, 1983; Midgley, 1986). Una conclusión ha quedado
clara de todos estos trabajos: los campesinos (o agricultores en su caso)
tienen que ser el principio y el fin de toda labor extensionista y los técnicos
no deben ser más que meros dinamizadores de un proceso de desarrollo que debe
surgir desde dentro de las propias comunidades rurales. Este cambio radical de
enfoque ha permitido reconocer los amplios y diversos conocimientos que sobre
botánica, entomología, suelos, etc. tenían y tienen los campesinos y su
utilidad para el diseño de planes de desarrollo rural sostenible.
Tales
conocimientos, que comprenden aspectos lingüísticos, botánicos, zoológicos,
artesanales y agrícolas, fueron producto de la interacción de los agricultores
tradicionales y el medio ambiente y trasmitidos por medios orales de una
generación a la siguiente. Estos conocimientos resultan de gran interés: el
conocimiento sobre el medio físico, las taxonomías biológicas, el conocimiento
acumulado en la implementación de prácticas agrícolas y su carácter
experimental. Algunas culturas desarrollaron sistemas de clasificación de
suelos en función de su origen, color, textura, olor, consistencia y contenido
orgánico, por su potencial agrícola y el tipo de cultivo que resultaba más
adecuado. Ejemplos muy interesantes se puede encontrar entre los aztecas
(Willians, 1980), en las culturas andinas del Perú (McCamant, 1986) y otros
lugares de Latinoamérica (Chambers, 1983). Algo parecido ocurre con las
taxonomías campesinas de animales y plantas que no tienen nada que envidiar a
las científicas. Se sabe que los Mayas de Tzeltal y de Yucatán y los Purépechas
podían conocer más de 1200, 900 y 500 especies de plantas respectivamente
(Toledo, 1985); o los agricultores de Hanunoo en Filipinas que
distinguían más de 1600 (Conklin, 1979). Estos sistemas de clasificación, de
una gran complejidad, explican que el nivel de diversidad biológica en forma de
policultivos y sistemas agroforestales de muchas comunidades campesinas no
fuera resultado de la casualidad sino de un conocimiento muy aproximado del
funcionamiento de los sistemas agrarios. La diversidad genética de tales
sistemas les hacía menos vulnerables a las enfermedades específicas de tipos
concretos de cultivos y provocaba usos múltiples de las plantas en el terreno
de la medicina, los pesticidas naturales o la alimentación, mejorando las
seguridad de las cosechas. Todos estos trabajos de investigación han conseguido
acabar, al menos en el terreno científico, con la idea preconcebida de que las
prácticas y conocimientos campesinos eran primitivas e ineficientes. Han
demostrado que muchos de estos conocimientos, prácticas y técnicas eran tan
sofisticadas y adaptadas al medio que han tenido que ser adoptadas por la
agronomía convencional.
En
definitiva, la
Agroecología surgió de la positiva interacción entre las
disciplinas citadas y las propias comunidades rurales, principalmente de
Latinoamérica. Es por ello, quizá, por lo este enfoque llegara más tarde a
Europa. La experiencia y el número de trabajos de campo en comunidades
campesinas era menor, en unos centros de investigación más volcados sobre los
grandes contrastes que aún ofrecía y ofrece la Europa actual, o más
preocupados por el reto que significaba la Política Agraria
Común. No debe extrañar tampoco que la Agroecología penetrara en Europa por aquellas
zonas semiperiféricas donde aún existían vestigios del conocimiento tradicional
o donde la “modernización” agraria había sido más reciente. Una de las primeras
zonas fue Andalucía. Contaba a finales de los años ochenta con una realidad en
la que se conjugaban situaciones propias de una modernización agraria reciente
y territorialmente incompleta, e incluso aún en curso, con los problemas característicos
de las sociedades postindustriales. Esa coincidencia favoreció la emergencia de
los primeros estudios agroecológicos entorno a las universidades de Córdoba y
Granada, y más concretamente en torno al ISEC. Ya hemos explicado en la
introducción el recorrido intelectual y práctico del Instituto. No obstante,
nos gustaría señalar aquí algunas notas del contexto que explican dicha
emergencia.
Andalucía
vivía por entonces la etapa final de un movimiento campesino, protagonizado por
campesinos sin tierra, de inusitada potencia y capacidad de lucha. Era el
resultado del descontento que la mecanización casi completa de las faenas
estaba provocando entre unos trabajadores del campo que, al coincidir con una
fuerte crisis industrial, no tenían apenas oportunidades de empleo alternativo.
En su afán por buscar nuevas alternativas que superaran las tradicionales
reivindicaciones de la tierra, insuficientes para afrontar el reto de una
agricultura industrializada y fuertemente mercantilizada, la parte más radical
de dicho movimiento (el Sindicato de Obreros del Campo) se acercó a los
postulados del movimiento ecologista y, más en concreto, a los planteamientos
de la agricultura ecológica. El ISEC, que estuvo implicado en la búsqueda de
soluciones técnicas para el movimiento, se orientó hacia la búsqueda de
teorías, métodos y técnicas que dieran solución a tales demandas. Los estudios
agroecológicos surgieron, pues, en España con un marcado carácter alternativo y
emancipatorio. Por otro lado, el contexto intelectual en que se habían movido
sus componentes era bastante favorable a un enfoque pro-campesino como la Agroecología; no en
vano el campo de estudio preferente tanto en el campo puramente agronómico como
histórico y sociológico había sido el de los “estudios campesinos”. La
caracterización agroecológica del campesinado venía a cubrir un importante
hueco que esta tradición, que salvo en el caso de Eric Wolf, Ángel Palerm y
otros pocos autores, nunca se había preocupado por llenar. El surgimiento de la Agroecología en
España fue, pues, el producto de la confluencia del ascenso del movimiento
ecologista, del empuje que aún tenía el movimiento campesino y del desarrollo
de la corriente de los estudios campesinos.
DEFINICIÓN
Y OBJETO DE ESTUDIO DE
Frente
al discurso científico convencional aplicado a la agricultura, que ha
propiciado el aislamiento de la explotación agraria de los demás factores
circundantes, la
Agroecología reivindica la necesaria unidad entre las
distintas ciencias naturales entre sí y con las ciencias sociales para
comprender las interacciones existentes entre procesos agronómicos, económicos
y sociales; reivindica, en fin, la vinculación esencial que existe entre el
suelo, la planta, el animal y el ser humano. En este sentido, la Agroecología podría
definirse como aquel enfoque teórico y metodológico que, utilizando varias
disciplinas científicas, pretende estudiar la actividad agraria desde una
perspectiva ecológica (Altieri, 1987). Su vocación es el análisis de todo tipo
de procesos agrarios en su sentido amplio, donde los ciclos minerales, las
transformaciones de la energía, los procesos biológicos y las relaciones
socioeconómicas son investigados y analizados como un todo (Altieri, 1993).
La Agroecología puede
entenderse de manera amplia o restringida, según la amplitud que se le otorgue
a sus fundamentos teóricos. Podría considerarse como una técnica o como
un instrumento metodológico para mejor comprender el funcionamiento y la
dinámica de los sistemas agrarios y resolver la gran cantidad de problemas
técnico-agronómicos que las ciencias agrarias convencionales no han logrado
solventar. Esta dimensión restringida está consiguiendo bastante predicamento
en el mundo de la investigación y la docencia como un saber esencialmente
académico, desligado de compromisos socioambientales. En esta manera de
entender la Agroecología,
las variables sociales lo son en la medida en que pueden perturbar el
funcionamiento de los sistemas agrarios; se asume su importancia pero no se
entra en la búsqueda de soluciones globales que excedan el ámbito de la finca o
de la técnica concreta que se pone a punto. En realidad esta Agroecología
débil no se diferencia en mucho de la agronomía convencional y no supone
una ruptura más que parcial de las visiones tradicionales.
En
un sentido amplio, la
Agroecología tiene una dimensión integral en la que las
variables sociales ocupan un papel muy relevante dado que, como veremos más
adelante, las relaciones establecidas entre lo seres humanos y las
instituciones que las regulan constituyen la pieza clave de los sistemas
agrarios, que dependen del hombre para su mantenimiento; son ecosistemas
fuertemente antropizados. Ello tiene implicaciones imponentes: el lugar
destacado que el análisis de los agroecosistemas otorga a las variables
sociales acaba por implicar al investigador en la realidad que estudia. Ello
desemboca normalmente en un fuerte compromiso ético con la solución de los
problemas ambientales pero también de los sociales como forma perdurable de
solventarlos. Ni que decir tiene que ese compromiso social de los agroecólogos
es con quienes sufren más directamente los costes sociales y ambientales del
modelo de agricultura capital-intensiva que predomina en el mundo. No es de
extrañar, pues, que la
Agroecología haya surgido precisamente entre los
investigadores y docentes más comprometidos con el desarrollo de los países
pobres ni que los que adoptan este enfoque multidisciplinar acaben adquiriendo
también el compromiso con ellos, especialmente con los campesinos.
La Agroecología
establece como espacio de observación aquel trozo de naturaleza que puede ser
reducido a una última unidad con arquitectura, composición y funcionamiento
propios y que posee un límite teóricamente reconocible, desde una perspectiva
agronómica, para su adecuada apropiación por parte de los seres humanos. La Agroecología se
sirve, pues, del concepto de Agroecosistema como unidad de análisis.
Con
él se quiere aludir a la específica articulación que en cada uno de ellos
presentan los seres humanos con los recursos naturales: agua, suelo, energía
solar, especies vegetales y el resto de las especies animales. Dicha
articulación se explicita en una estructura interna de autorregulación
continua, en otras palabras, de automantenimiento, autorregulación o
autorrenovación. Desde esta perspectiva, la estructura interna de los
agroecosistemas resulta ser una construcción social, producto de la coevolución
de los seres humanos con la naturaleza (Redclift y Woodgate, 1998). Efectivamente,
como señala Victor Toledo (1985), todo ecosistema es un conjunto en el que los
organismos, los flujos energéticos, los flujos biogeoquímicos se hallan en
equilibrio inestable, es decir, son entidades capaces de automantenerse,
autorregularse y autorrepararse independientemente de los hombres y de las
sociedades y bajo principios naturales. Pero los seres humanos, al
artificializar dichos ecosistemas para obtener alimentos, respetan o no los
mecanismos por los que la
Naturaleza se renueva continuamente. Ello depende de la
orientación concreta que los seres humanos impriman a los flujos de energía y
materiales que caracterizan cada agroecosistema.
Las
bases epistemológicas de la
Agroecología se configuran precisamente a partir de esta
afirmación. Las sociedades humanas producen y reproducen sus condiciones de
existencia a partir de su relación con la naturaleza. Como mantiene Victor
Toledo (1994), esta relación podría descomponerse en el conjunto de acciones a
través de las cuales lo seres humanos se apropian, producen, circulan,
transforman, consumen y excretan materiales y/o energía provenientes del mundo
natural (Wolf, 1982; Sevilla Guzmán y González de Molina, 1990). Esa
intervención en el mundo natural se hace posible mediante la apropiación de los
ecosistemas, concepto que alude a las unidades básicas en que consideramos
organizada la naturaleza. Normalmente la intervención, o si se prefiere el
proceso metabólico, pretende canalizar recursos materiales y energéticos desde
el ecosistema a la sociedad (Moran, 1990). No obstante podríamos distinguir dos
formas principales de intervención humana en los ecosistemas desde un punto de
vista agrario. La primera se refiere a la forma de intervención típica de las
sociedades de cazadores recolectores (o las actividades de caza, pesca,
extracción de productos forestales y ciertos tipos de pastoreo), donde los
recursos naturales son obtenidos y transformados sin provocar cambios
sustanciales en la estructura, dinámica y arquitectura de los ecosistemas naturales
(Guha y Gadgil, 1993).
La
segunda forma de intervención, la más frecuente desde luego, se refiere a
cuando los ecosistemas naturales son parcial o totalmente reemplazados por
conjuntos de especies animales o vegetales en proceso de domesticación. La
agricultura, la ganadería, la selvicultura, etc. serían los ejemplos más claros
de esta segunda forma de intervención.
Pero
quizá lo más importante sea la diferencia existente entre ambas formas de
intervención según plantea Victor Toledo (1993): los ecosistema naturales
tienen capacidad de automantenimiento, autorreparación y autorreproducción; en
tanto los sistemas manipulados por los seres humanos son inestables, requieren
de energía y también materiales del exterior para su mantenimiento y reproducción.
Pues bien, a estos ambientes transformados o ecosistemas artificiales llamamos
Agroecosistemas.
Richard
Norgaard (1987 y 1995) ha sistematizado las demás bases epistemológicas de la Agroecología,
poniendo énfasis en que el potencial agrario de los ecosistemas ha sido captado
por los agricultores tradicionales a través de un proceso de ensayo, error,
selección y aprendizaje cultural que ha durado siglos. A partir de la crítica
de la agronomía y de las demás ciencias agrarias convencionales, la Agroecología
reivindica que el conocimiento más ajustado del potencial de los
agroecosistemas se puede conseguir mediante el estudio de cómo la agricultura
tradicional ha manipulado los ecosistemas agrarios. Ello significa el
reconocimiento de que, en contraste con los modernos sistemas de producción
agrícola, las culturas campesinas desarrollaron a lo largo de la historia
sistemas ecológicamente más correctos de apropiación de los recursos naturales.
En este sentido, el conocimiento formal, social y biológico obtenido de los
sistemas agrarios tradicionales y el conocimiento y algunos de los inputs
desarrollados por las ciencias agrarias convencionales, junto con la
experiencia acumulada por las tecnologías e instituciones agrarias occidentales
pueden combinarse para mejorar tanto los agroecosistemas tradicionales como los
modernos y hacerlo ecológicamente sostenibles (Gliessmann,1990b).
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